Hace unos meses se puso de moda una especie de movimiento ciudadano global, formado por gentes que se dedicaban a salir a la calle con carteles en los que se ofrecían para abrazar a cualquiera que lo deseara. En teoría, intentaban así denunciar la falta de humanidad de la civilización moderna y un montón más de sitios comunes de ese estilo, todos ellos basados en realidades tan ciertas como fáciles de deducir. Lo hicieron. Las plazas públicas se llenaron durante un par de horas de abrazos entre desconocidos y todo fue buen rollo de anuncio para televisión. Pero en la vida real, por lo menos cuando es honesta, los abrazos no se regalan. Al revés, su uso y valor sirven para medir a la gente. También a la del fútbol.
Durante más de dos décadas una de las palabras más utilizadas por el mundillo futbolístico fue la poco académica abrazafarolas. Su predicador principal era el periodista Jose María García y con ella no se refería a disculpables borrachines depresivos en busca de cariño a cualquier precio ni a mosquitos nocturnos obligados a buscar la luz por naturaleza animal, sino a la disposición clásica de algunos directivos a aliarse con el diablo con tal de conservar el poder. Esa acepción del palabro mantiene cierta vigencia e incluso se ha ampliado a otros ámbitos del balón. Por ejemplo a los futbolistas. Aunque en ese caso se les podría denominar también como besaescudos. Desde que el fútbol entró en la vía de imponer el comercio por encima de la tradición se ha extendido entre las hinchadas, quizá como respuesta, la visión del futbolista profesional como un mercenario de paso con el que no se establece ningún tipo de conexión sentimental. Se ha implantado la desconfianza. Para contrarrestarla, ciertos jugadores optan por pensar que el público es idiota. Y entonces es cuando se les ve babosear la camiseta después de un gol, fingiendo amor por los colores, o declarar imaginarios deseos de jugar en tal club desde que era niño a pesar de que por entonces no conocía ni la ciudad donde ahora vive. Pero no cuela. Y normalmente esos son los futbolistas que pasan por un sinfín de equipos y en ninguno dejan más huella entre la afición que la del rechazo. Sin embargo, de vez en cuando el fútbol vuelve a sus emotivas raíces y aparecen tipos que saben que jugar no está reñido con sentir sino todo lo contrario.
Joan Capdevila disputaba el domingo su último partido en Riazor. Luego se despedía. Sin falsedades. Se iba un gran lateral, un tío entrañable. Como decía un socio: “Uno de los nuestros”. Por eso al dejar el césped se subió a donde viven los deportivistas como él, a la grada. Y allí se fundió. No con farolas ni con infantiles regalos con forma de protesta mediática. Con su gente. Con un abrazo de verdad.
2 comentarios:
Uno di noi...
que gran forma de descripcion sobre el ultimo partido deportivista de capdevila, es genial, como lo es el lateral de la seleccion...
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